Descubriendo la vida en el mar

Paloma Aguiar
6 min readJul 12, 2020

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Sirena en Bahía Chenque

Es difícil tratar de recordar lo vivido una vez que ha pasado el tiempo, incluso si es poco. Hay muchos elementos que influyen en la memoria: el humor, las otras memorias que se han ido acumulando, la falta de capacidad para empatizar aun con el “yo” de hace unos días. Por eso me arrepiento de no haber escrito unos días antes, cuando empezó nuestro viaje. Yo tenía meses esperándolo y la pandemia intensificaba mis ganas de venir; la vida en el encierro se me había hecho insoportable porque estaba acostumbrada a ir a la escuela y trabajar entre semana, y los fines de semana ir al campo o a la playa en mi moto. Pero claro, la pandemia no es la única razón. Desde pequeña he tenido una fascinación por la naturaleza y por sentir que soy parte de ella. De cierta forma, siempre me he sentido como un ser primitivo, algunas veces los instintos primarios me guían más que cualquier ambición — a decir verdad, muchas veces me siento insuficiente como ser social por tener pocas ambiciones relacionadas con lo laboral o lo material — , lo cual me ha costado algunos sufrimientos, más que nada por falta de identificación con mi entorno. Otra razón, y no menos importante, es mi compañero: Jake. Dicho sencillamente, es una persona maravillosa, desde el punto de vista de donde lo vea. Tiene una inteligencia sobresaliente pero humilde, creativa; una sensibilidad que he encontrado en pocas personas en la vida y una generosidad muy grande. Además, y algo muy importante, Jake comparte la misma actitud “primitiva” que yo: le gusta estar a merced de los elementos, le gusta vivir sencillamente y al día, su andar, su humor y su personalidad son orgánicos, van naturales, como impulsados por el viento o las corrientes. Creo que una de las muestras más grande de dicha característica de su personalidad es su afán por navegar la mayor parte del tiempo posible impulsado por las velas, sin usar el motor. Podría decir, casi con seguridad, que le tiene aversión a usar el motor.

El viernes 25 de Julio, después de esperarlo mucho, llegamos a la Marina Seca en Guaymas, ya con todo listo para poner a Sirena en el agua. Con la ayuda de un amigo mío, a quien a pesar de conocer poco le tengo estima por ser una de esas personas orgánicas, llegamos hasta la ciudad de Guaymas. En el momento en que tratamos de entrar al yard donde estaba Sirena, uno de los guardias se acerca y nos dice “No pueden entrar, alguien acaba de morir de coronavirus en el área de los barcos de pesca”. Casi se me sale el corazón. Por mucho tiempo había pensado que era imposible llevar a cabo el plan que teníamos, pues me parecía tan increíble como un sueño. Jake habló con el guardia y al final no tuvimos problemas. Descargamos el carro con nuestras cosas: comida para tres meses, un poco de ropa, cuerdas nuevas, y Aguacate y Cebolla, mis gathijos; subimos todo a Sirena, hicimos los últimos preparativos y al fin, pudimos poner al velero en donde pertenece. Después de una hora, iniciamos nuestro viaje hacia San Carlos, donde planeábamos quedarnos algunos días para esperar vientos favorables y cruzar el Mar de Cortés.

No tengo mucha experiencia navegando, pero pienso que aprendo rápido y no me es difícil adaptarme al movimiento del barco. Tampoco siento más miedo del que debería (un poco siempre es necesario para mantenerte a salvo). Sin embargo, la primera vez que navego, después de un tiempo sin hacerlo, siempre siento nauseas leves. Es la reacción natural del estómago tratando de acostumbrarse a retener cualquier cosa que lleve adentro con movimiento constante. Sabía que esta vez, al igual que muchas otras en el pasado, sentiría nauseas, así que estaba mentalmente preparada. Sabía, también, que las olas y el viento no eran para nada amables ese día: olas de casi un metro en intervalos de 5 segundos, y embistiéndonos de frente no es, por más de 3 minutos y después de que te acostumbras al asombro, una sensación agradable. Mi mente no fue lo suficientemente fuerte esa tarde para vencer a mi cuerpo, ni siquiera para dialogar con él y encontrar un punto en el que me sintiera mal, pero funcional. A salir de la bahía de Guaymas empecé a sentir nauseas que solo crecieron conforme pasaba el tiempo; el calor de 42°C, el movimiento, 8 horas previas de prisas, sol, humedad, nervios me hicieron sentir que sudaba mi piel, mis órganos y mis huesos por mis poros, y las superficies del velero me absorbían. Los gatos parecían sentirse igual que yo, así que de los 4 seres vivos que nos encontrábamos en el barco, 3 estábamos en condiciones casi inservibles. No sé de donde saqué fuerzas para hacer un tack con las velas al mismo tiempo que vomitaba una toronja que Jake me dio minutos antes para que me sintiera mejor.

Para hacer la experiencia más interesante, media hora después de esto, cuando todavía me sentía mal y estaba luchando para mantener los ojos abiertos, a Jake se le ocurre cambiar la jib y pedirme ayuda. No quería mostrar la debilidad que estaba sintiendo en ese momento, y tampoco quería ser una carga, así que me paré, inhalé profundo y me encaminé hacia la proa. Estaba agarrándome con todas mis fuerzas de una manija de madera en la cubierta, cuando vi que Jake perdió el equilibrio por unos segundos y rápido tomó un cable de acero, recuperándose rápido. En mi mente, vi a Jake caerse con la vela de 10 kilos en su espalda. Ya me había explicado antes el procedimiento para cuando alguien cae por la borda: tirar el salvavidas y una marca donde la persona cae al agua, prender el motor, soltar las velas. También me había dicho que es poco probable rescatar a alguien cundo esto sucede, porque las olas se tragan a cualquier cosa que caiga en ellas. Todo este procedimiento se materializó, también, en mi cabeza, cuando vi en cámara lenta el momento en el que perdió el equilibro, y para sumar a todas las emociones que estaba sintiendo, me quedé con esa experiencia ficticia mientras cambiábamos la vela. Cuando pude ir a sentarme a la cabina, me di cuenta de que estaba temblando, me sentía débil y seguía mareada. Doy gracias por los instintos de supervivencia, que me hicieron ignorar todas esas sensaciones cuando había trabajo por hacer.

Una de las cosas que más me sorprendió sobre este viaje fue la actitud tan fría de Jake. No fue grosero, no fue molesto, pero parecía que estaba tratando de hacer un equilibro entre toda la emoción que los gatos y yo estábamos sintiendo para neutralizar los ánimos. Quizás en su sabiduría natural él sabía que así como el viento, la marea y las olas, las emociones fuertes afectan el rumbo del velero.

Después de 6 horas navegando en esas condiciones tan horribles — en este momento en el que tenemos casi tres semanas navegando, no he encontrado condiciones tan malas como las de ese día; ni siquiera cuando cruzamos el Mar de Cortés hacia Baja California — llegamos a Bahía San Carlos, donde pasamos 5 días haciendo los últimos preparativos y esperando el viento correcto para cruzar el mar.

Ese día, cuando empezamos el viaje, estaba muy nerviosa. No era el mar lo que me abrumaba, sino la incertidumbre por desconocer cómo se vive la vida en un velero. Me siento atraída por la vida cerca de la naturaleza, pero no estoy acostumbrada a tanta cercanía. Ahora, después de dos semanas y media, me siento más tranquila. Me doy cuenta cada día que hay muchas cosas que aprender y que el trabajo en el velero nunca acaba: arreglas una cosa y encuentras dos más que necesitan arreglo; cambio la caja de arena y los gatos la usan inmediatamente; cocinar y lavar los trastes es siempre un reto; no hay refugio para el calor, y cuando estás navegando, a veces, tampoco para el sol; estás constantemente pensando en qué necesitas para sobrevivir, porque si algo sale mal eres tú contra la naturaleza, y algunas veces la ciudad más cercana está a varias decenas de kilómetros (no suena como mucho, pero un velero se mueve muy lento). No puedes ser negligente con nada. Pero todo vale la pena, porque tu patio es el mar y puedes nadar con peces para aliviar el calor, porque en las noches tu techo está lleno de estrellas y puedes dormir arrullado por el movimiento de las pequeñas olas de las bahías. Si te aburres, en lugar de ver Netflix, puedes observar a los peces, gracias a la bioluminisencia, afanados en sus tareas nocturnas y dejando estelas de luz con sus aletas. Ningún atardecer es el mismo. Ningún día es igual.

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Paloma Aguiar
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Written by Paloma Aguiar

Escribo para no olvidar quién fui; escribo para dar paso al movimiento.

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